lunes, 26 de octubre de 2009

Peripecias de un sedentario en la West Highland Way (III)

Tras mucho, mucho tiempo para masticar todo lo que supuso un viaje de estas características para un tipo como yo, he decidido retomar la narración allá donde la dejé.

Si algo recordáis, habíamos dejado el viaje en su primera noche en Escocia, donde tuvimos que deshacer la tienda una vez montada gracias a nuestra nefasta intiución. El lugar elegido finalmente no era el ideal ni mucho menos, pero era bastante mejor que el primero, y tras alguna decisión de diseño crítica, como dejar las mochilas fuera de la tienda para poder dormir los tres sin morir en el intento (en aquellos lugares dejados de la manos de Dios, todavía temíamos que nos robasen lo poco que llevábamos encima; hay que ver que gañanes somos), nos dispusimos a intentar conciliar el sueño.

En este momento, considero imprescindible señalar dos o tres aspectos:

1.- Habíamos leído en varios sitios que en verano el sol no se pone en las Highlands hasta las 22.30. Sin dejar de ser cierto, puede llevarnos a equívoco: que el sol se ponga no significa que caiga la noche. Allí, la media penumbra es eterna. Y a la hora de dormir, sin posibilidad de ducha, en un espacio pequeño y con otros dos troncos igual o más grandes que uno, puede suponer para alguno un hándicap dificilmente superable.

2.- Los pajaritos en el norte, o son idiotas, o tienen un concepto confuso del amanecer. Una vez comentado lo anterior, ahora puede parece trivial, pero fue una desagradable sorpresa para nosotros que allí los idílicos pío-pío de las primeras luces se produjeran a las 3.30 de la mañana. Deliciosos.

3.- Cualquiera que haya hecho alguna caminata larga o de varios días, sabe que la noche suele aprovecharse para hacer descansar los pies, curar posibles ampollas y prepararlos para el día siguiente. Refugiado en una tienda, a salvo de los desagradables mosquitos, es pura utopía. Ahora bien, intentarlo lo intenté, que a cabezón no me gana nadie. El precio a pagar fue alto: convertir una molesta ampolla en una herida que me impedía apoyar de manera natural. Cojonudo.

Dadas las premisas anteriores os podéis hacer una idea de los descansados que nos levantamos a la mañana siguiente. A las 6.30 en pie dispuestos a acometer el segundo día de camino de nuestras maravillosas vacaciones.

Los primeros metros de camino, aprovechando que ahora no seríamos blanco fácil para los jodidos mosquitos, los utilizamos para comer nuestras particulares lembas del camino: una barrita energética y algo de fruta que habíamos pagado a precio de oro el día anterior, en Drymen.

Lo más divertido toparnos, a sólo unos 25 minutos de haber empezado la caminata, con una zona despejada de árboles, en la que había enormes carteles que lo recomendaban como lugar para la libre acampada. Y nosotros durmiendo en un claro. Sensacional.

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